La Paliperidona, el antipsicótico con efectos durante seis meses inyectado inadvertidamente... y otros abusos contra las personas con enfermedad mental

Por Antonio Higueras Aranda

 

En los comienzos del siglo XX los movimientos antipsiquiátricos denunciaron las condiciones de vida de los manicomios en los que se les confinaba, dándose pie a reformas psiquiátricas en diversos lugares del mundo occidental



 

Malos tiempos para los enfermos mentales, especialmente para los considerados con Trastorno Mental Grave (TMG). No lo han tenido bien a lo largo de la historia: siempre a merced de mitos, marginalidad y desprotección; pero también objeto de manipulación por las ideologías dominantes, aunque sean envueltas en ciencia. En la antigüedad, por ser sus padecimientos obra de fuerzas malignas y al ser el alma (el espíritu) de origen divino y, por tanto, no susceptible de enfermar. Durante siglos de oscurantismo medieval, apartados de la sociedad en condiciones infrahumanas, y cuando la ciencia atribuyó su origen al cerebro, también fueron víctimas de los peores métodos 'terapéuticos' que pretendían su sanación. Desde las sangrías y aislamientos sensoriales, a los baños a extremas temperaturas, o intervenciones que lesionaban sus conexiones cerebrales; así como el ensayo de toda suerte de fármacos que indiscriminadamente los neutralizaban. Siempre a merced de las peores corrientes sociales o científicas.

 

En los comienzos del siglo XX los movimientos antipsiquiátricos denunciaron las condiciones de vida de los manicomios en los que se les confinaba, dándose pie a reformas psiquiátricas en diversos lugares del mundo occidental: como la de 1948 en Francia; en los años 60 en Estados Unidos y en los 80 en Italia.

 

En nuestro país a partir de 1985 dio comienzo la Reforma Psiquiátrica Andaluza que concluyó con el cierre de los manicomios y el establecimiento de una red asistencial de centros de Salud Mental que basaban su orientación en el llamado modelo de Salud Mental Comunitaria promoviéndose su abordaje en el seno de la comunidad y recurriéndose a la hospitalización en el hospital general como otra especialidad médica más -hasta esta fecha, esa prestación estaba excluida de la Seguridad Social-. Siguió el desarrollo de otras unidades más específicas como los Hospitales de Día o las Unidades infanto-juveniles. La rehabilitación, igual que en otras reformas, quedó abandonada por los profesionales, remitiéndolos al amparo de servicios sociales o testimonialmente atendidos en las impropiamente denominadas 'comunidades terapéuticas'.

 

Así las cosas y, sin entrar en un análisis del funcionamiento de la mayor parte de las Unidades llamadas de Salud Mental con largas listas de espera y una atención basada en el uso bastante indiscriminado de psicofármacos, para mayor comodidad de los profesionales, tres graves amenazas se están decantando en la atención de los enfermos mentales más graves generalmente a cargo de sus familiares, sin apenas apoyo de los servicios públicos.

 

La primera de estas amenazas es el uso inadecuado de las nuevas tecnologías. No nos referimos al refugio en el uso de la teleasistencia en épocas de confinamiento y su posterior e innecesaria prolongación. Las vídeo-cámaras y las pantallas están proliferando implantándose en lugar del acercamiento humano, la contención emocional y el acompañamiento técnico. Así podemos asistir a auténticos búnkeres defensivos del personal desde donde con su observación telemática (aboliendo derechos de intimidad) vigilan a distancia conductas, siempre bajo la eterna coartada de la seguridad.

 

La segunda es la peor desvirtuación de lo que supuso el advenimiento de los psicofármacos, que de forma más selectiva proporcionarían un mejor estado del paciente para ser objeto de auténticos abordajes terapéuticos y rehabilitadores; pero no para convertirse en una rápida y abusiva intervención finalista, también para comodidad de los profesionales. En este terreno, ha emergido la preoupante generalización de los llamados antipsicóticos de acción prolongada o Depot. El último de ellos extiende su acción durante seis meses tras la inyección inadvertida en la mayoría de las ocasiones por los pacientes que estáran sometidos a sus efectos. Es el caso de una sustancia, la Paliperidona, metabolito de la Risperidona cuya aparición en el mercado estuvo oportunamente presentada con un amplio despliegue de marketing a raíz de acabarse la patente de la primera, sin aportar ninguna ventaja sobre su anterior, como bien señalan algunas evaluaciones independientes en el Informe de evaluación del Servicio Navarro de Salud y no como divulgan los bien incentivados próceres universitarios siempre dispuestos a intereses mercantiles en proporción inversa a sus conocimientos farmacológicos, de ahí su fichaje por las compañías que los esponsorizan.

 

En un grado más que preocupante, la compañía de la Paliperidona pone a disposición de los profesionales un efecto neuroléptico (entiéndase, unido a todos sus efectos secundarios e indeseables tales como trastornos neuroendocrinos, disfunciones sexuales, alteraciones locomotoras, cardiovasculares..., junto al riesgo de la aparición de un grave efecto, denominado Síndrome Neuroléptico Maligno con una elevada mortalidad y cuya primera medida sería suprimir el fármaco, cuestión imposible en los meses que duran los efectos tras haberse inyectado). Por añadidura, el coste de un fármaco neuroléptico de acción prolongada (un mes) durante años de utilidad clínica para sus estrictas indicaciones, el Zuclopentixol (Clopixol Deopt) tiene un coste de 8,26 euros, frente a la nueva formulación de la Paliperidona (Byannli) con un coste de 2.384, 18 euros para los seis meses. Su nombre comercial no sé si hace alguna alusión a las dos visitas al año que el paciente tendría que hacer a su biprescriptor. A su difusión dedican tiempo algunos palmeros profesionales en forma de charlas pseudocientíficas, bien elegidos por las farmacéuticas por no ser los de mejor rigor asistencial.

 

Por último, comienza a circular un rumor desde la pseudoprogresía banalizadora y demagógica sobre la posible supresión de los ingresos involuntarios para tratar a los pacientes graves en situaciones agudas, una vez agotadas las posibilidades de tratamiento ambulatorio. Conviene señalar que, tras décadas de asistencia en una Unidad de Agudos, más del setenta por ciento de los pacientes ingresados eran involuntarios, por ser casi inherente la gravedad de la patología mental con la ausencia de conciencia de enfermedad, en la que se hizo prevalecer el derecho a la salud, siempre con las debidas garantías judiciales perfectamente contempladas en el artículo 763 de la Ley de Enjuiciamiento Civil. Limitar los ingresos a los pacientes voluntarios no deja de ser una irresponsabilidad. Y, como comenzábamos, los enfermos mentales a merced de todo tipo de vientos, casi siempre, de los más desfavorables.