“Cada ciudadano es hoy un publicista de sí mismo: hace pública su conducta para recibir una aprobación virtual”

"Bien vive quien vive oculto" (Ovidio, 'Tristezas de un exiliado')

 

Extraído de 'Hazte quien eres. Un código de costumbres'
de Jorge Freire



 

¿Te imaginas al abuelo publicando compulsivamente fotos de sus vacaciones en Camboya o contando en redes lo que quiere al gato? Cada ciudadano es hoy un publicista de sí mismo: hace pública su conducta para recibir una aprobación virtual. Se trata de una gratificación que, naturalmente, nunca sacia.

 

En una época dominada por el deseo de diferenciarse, nada hay más noble que aspirar a una honrosa generosidad. Decía Balzac que la pasión del incógnito era un placer de príncipes. Para experimentar la dicha es preceptivo ser un feliz don nadie.

 

Epicuro sintetizó el secreto de la felicidad en una breve frase: Lathe biosas, vivir ocultos. Bueno es recordarlo hoy. En la sociedad de la transparencia, la invisibilidad es prerrogativa de superhéroes. Vivir off the grid, como en principio viven los popes de Silicon Valley que afirman criar a sus churumbeles sin pantallas, sería como calzarse el anillo de Giges. ¿Será eso posible?

 

En tiempo de pantallitas, el número de likes sirve de escantillón para hallar la medida del mundo: desde la belleza de un rostro a la calidad de un libro. Nadie negará que ser es ser percibido, como acuñase el padre Berkeley hace tres siglos. Si un árbol cae y nadie lo oye, ¿hace algún ruido? Si una persona carece de perfil virtual, ¿existe de verdad?

 

Las redes no se inventaron para apriscar, sino para pescar. Al yanomami le basta con tirar de lanza para trinchar la comida del Amazonas; al capitán Pescanova, no. El boquerón puede salir modorro, pero se mueve en bancos. En cuanto al ser humano, ¿puede sustraerse a la llamada de las redes, permaneciendo impasible ante su promesa de reconocimiento? La ostra vive oculta y cerrada: es su forma de vida. Por eso el peregrino lleva una concha de vieira colgada del pecho. Pero abandonarse a la solidificación calcárea no es propio de vertebrados.

 

El símbolo de nuestro tiempo es el hartosopas. Este castizo personaje, sabedor de la sustancia performativa de lo real, no salía de casa sin llenarse el jubón de migas y engrasarlo con tocino y salpicaduras, aun cuando no tuviera dos reales. Era, por así decirlo, su campaña de imagen. «No sólo no soy pobre, sino que voy harto de sopas.» Hoy, además de tirarse el pisto, lo mostraría en Instagram.

 

¿Es casualidad que la democratización del señoritismo corra pareja al empobrecimiento de la clase media? Cuando no acuden dignos a comerse un menú del día en Casa Emilio, quejándose luego de que el servicio ha sido «mediocre», los nuevos hartosopas se dan el lujo de cenar una pizza artesana, un bocata de mortadela premium o unas salchichas gourmet.

 

Dudo que las redes sociales sean las zahúrdas pestilentes que describen sus enemigos, aunque en ocasiones la grey trace un cerco a los virtuosos. La brigada del dedito se sirve de sus falanges acusadoras, que se agitan como la varilla de un sismógrafo cuando perciben la más leve transgresión moral. Para el fiscalizador, el mal es objeto de deixis: basta con señalarlo para neutralizarlo.

 

No seas nadie. Haz como Ulises al topar con el gigante. En tiempos de forzada diferencia, pocas decisiones hay más prudentes que aspirar a una honrosa generosidad. Tal es uno de esos gestos aristocráticos que nos permiten dominarnos, en lugar de que nos dominen.

 

Recuerda la suerte del reino andalusí que, en el cuento de Borges, contaba con una gruesa puerta a la que se añadía una cerradura por cada rey que moría. Cuando un villano se empeñó en abrirlas todas, en contra de la voluntad de emires y visires, el reino entró en decadencia y se fue a pique. Hay cosas que mejor permanecen ocultas.

 

- Baila a tu aire.

 

Según los críticos del postureo, la máscara confunde nuestro acceso a la persona. Olvidan que, hasta en su etimología, la persona (prosopon, lo que está por delante de la cara) remite a la máscara. La crítica al antifaz lleva a la defensa de la autenticidad, que es la verdadera faz.

 

Pero la abismática interioridad no es sino un fetiche: descienda el buzo a los fondos abisales y no hallará sino barro debajo del barro. La única autenticidad posible es la de ser un auténtico idiota. De ahí se sigue, entre otras cosas, que sobre la faz de la tierra sólo cabe el postureo: esto es, la postura, la pose, lo que aparece tal y como parece. Según comparecemos ante otro, ya somos un personaje.

 

Una persona puede ser, a lo largo del tiempo, una cosa y la contraria. No hay en ella identidad, sino, como enseña Hegel, ipseidad, historicidad. El alma humana y el alma de los pueblos se despliegan ora como conflicto, ora como neurosis, ora como dolor de muelas. No es tu identidad lo esencial de tu persona.

 

En Beber o no beber, el periodista británico Lawrence Osborne se preguntaba si el alcohol nos pone una máscara o si, más bien, nos la arranca. «Que te tomen en serio no es necesario para nada verdaderamente serio. El bebedor no es necesario para nada verdaderamente serio. El bebedor es dionisíaco, un bailarín inmóvil, un guasón.» En este caso, Lawrence, muy perspicaz por lo general, se equivocaba de pe a pa. El borracho es personaje un rato. El loco es personaje todo el rato y sin necesidad de estar borracho. Y el cachondo es quien sabe que la vida es un baile de máscaras y, por tanto, se presenta a cada guateque como le da la gana.

 

Hay, por cierto, un viejo dilema ético en todas las novelas de Osborne: cómo actuaríamos si pudiéramos vivir un tiempo en un lejano lugar del mundo en que rigieran reglas morales diferentes o incluso opuestas a las de nuestro país. El dilema pertenece al mito del viaje espaciotemporal en que uno existe de forma extracorpórea, pero a la vez puede hollar la dimensión Ganímedes, matar a Ajenatón y ceder el asiento a Rosa Parks. En este caso, uno acude a la ficción para guardar en la taquilla su concepción de lo real, echar la llave y montar un sacrificio de falsos ídolos.

 

¿Qué haríamos si pudiésemos calzarnos el anillo de Giges? Éste, según la leyenda, confería el don de la invisibilidad a quien lo portaba. A juicio de Platón, espiar a la reina y matar al rey; a juicio de Tolkien, arrugarnos como un higo seco, envilecernos y amorrarnos a nuestro «tesoro».

 

Sea como fuere, este experimento mental es, como todos, una pérdida de tiempo.

 

¿Puedo decidir ceteris paribus sobre cuestiones terrenales habiéndose volatilizado mi circunstancia mientras el alma permanece inmutable? De haber nacido vietnamita, ¿comería albóndigas de gato? Pues tanto da, porque no sería yo. Uno sólo se hace con lo que es.

 

Yerran quienes piensan que o bien eres persona o bien eres personaje. La fachada es necesaria, a despecho de lo que la casa albergue en su interior.

 

Como decía el marqués de Vauvenargues, basta ver un baile de máscaras para entender la esencia del mundo. A nadie sorprende la predilección de los bárbaros por la verdad desnuda: Las cosas claras, sin pelos en la lengua, sin complejos... Su desconfianza hacia toda veladura es comparable a la sospecha que ornamentos y afeites despertaban en aquellos adamitas que hacían ostentación de su inocencia paseándose en pelotas. Así y todo, ¿qué sería de la emperatriz sin diadema y del rey sin armiño, del juez sin toga negra y de la doctora sin bata blanca?

 

Al bárbaro le inquietan los antifaces. Le resulta indiferente que bajo la máscara de hierro se oculte el hijo bastardo de Mazarino o el hermano de Luis XIV, siempre y cuando esté encerrado y no arme mucha bulla. Es tu paz lo que amamos, rezaba el poema de Neruda, no tu máscara.

 

Baila a tu aire. No te importe que maledicentes y murmuradores señalen con el dedito. Hay quien prefiere comprar el billete después del sorteo, pero es mejor correr el albur de equivocarse. Desconfía de los santitos sin pecado. Donde abundó éste, sobreabundó la gracia.

 

- No seas cotilla.

 

La historia de la palabra cotilla data de tiempos de Fernando VII, y remite a Trinidad Cotilla, una suerte de vieja del visillo conocida por su empeño en delatar liberales. La palabra nace, por tanto, manchada por la vileza del chivato y el delator. No obstante, existe otro significado del término que no está relacionado con la murmuración: el interés desmedido por lo que ocurre en casa ajena.

 

Esta atracción, cuando se da en grado virtuoso, responde al mero despliegue de la curiosidad, y puede tener un componente catártico o medicinal: el cotilleo nos hace acceder a las miserias y minucias de nuestros congéneres, conformándose como un teatrillo donde conocer los vicios y virtudes propios de la naturaleza humana.

 

Uno de mis héroes literarios es Cleofás Leandro Pérez Zambullo, el hidalgo protagonista de El diablo Cojuelo, de Vélez de Guevara. Huyendo de la justicia acaba en el desván de un astrólogo, en cuyo gabinete menudean todo tipo de artilugios y objetos mágicos. Atrapado en una redoma, un diablillo le plantea un curioso pacto fáustico que lo llevará a surcar los cielos. En una inolvidable peripecia conceptista, llena de juegos de palabras y referencias, Cleofás ve, en plano cenital, el «pastelón» de las grandes ciudades, como Madrid y Sevilla, como si las casas fueran tartas y los techos, capas de hojaldre que pudieran levantarse dejando al descubierto las miserias y pecados  — mortales y, casi siempre, veniales — del pueblo llano. El aeronauta no juzga: se entretiene, aprende y, de paso, escarmienta en cabeza ajena.

 

Huelga decir que el cotilleo precisa un esfuerzo intelectual. Como dice Schopenhauer, «hay hombres no muy agudos que se vuelven excelentes algebristas cuando se trata de resolver los problemas de los demás». Borrosa es la linde que separa la novela del chismorreo. Poca diferencia hay entre quien se zampa una novela de Franzen y el cotilla que observa a sus vecinos por el ventanuco del retrete. ¿Que la marquesa salió a las cinco sin su marido, que es administrador concursal, y se ha fugado con un médico practicante? Muy bien. ¿Y a mí qué me importa?

 

Esta querencia se convierte en morbo cuando nos atenazan la obsesión y el vicio por no apartar la mirada de los otros. Merced a la tecnología, el cotilleo pega hoy un salto cualitativo. Ya no es lo que me cuentan en la plaza del pueblo sobre la mula del tío Dimas. En cuanto el fuego del hogar fue sustituido por la televisión, se abrió todo un mundo de espionaje virtual. Éste ya no consuela: enardece.

 

La naturaleza del alma humana es mimética. Estamos hechos para imitar a nuestros dioses. ¿A qué se dedican los idola fori de la telebasura? A traficar con emociones, a denunciar y a poner en la picota. ¿A qué se dedican miles de sus feligreses en las redes? A la detracción, el escarnio y la murmuración. Cuius regio, eius religio.

 

El cotilla nos hace gracia. Como se lee en el Tartufo, el primero en hablar mal de los demás es aquel cuya conducta se presta más a risa. Pero eso no le resta un ápice de ruindad.

 

- Escucha el aplauso de una sola mano.

 

Te han asediado. Los peones y zapadores de la adulación han cavado profundas zanjas. De aquí no sales. Si eres humorista, tendrás que repetir el chiste o la imitación que te dio fama.

 

Recuerda, en cualquier caso, que el marbete que te cuelguen no es cosa tuya. Lo dice Epicteto en el Enquiridion: «O te haces valer por las cosas que dependen de ti, y no de los demás, o renuncias a hacerte valer».

 

No busques la aprobación de los demás. El rango que te atribuyan es volátil, tornadizo; sólo importa el mérito que tú te otorgues. Todo exónimo es impreciso. Si dicen de ti que eres espía o reptiliano, no te esfuerces en desmentirlo. Cría fama y échate a dormir.

 

Asume el orgullo que te ganaste con méritos, como enseña Horacio. El orgullo viene del interior; la vanidad, que es locuaz y en ocasiones boquirrubia, siempre viene de fuera. Por supuesto, atender en exceso a la opinión ajena nos esclaviza. Avanza, como Carmen de Burgos, sin escuchar a los perros que ladran y, sobre todo, a los que, halagadores, menean la cola.

 

Acepta la tiranía del qué dirán sin uncirte a su yugo. El escrutinio social es la más vieja herramienta de control; sólo los tontos la toman por regla de vida. Recuerda que quienes hoy te dan jabón vendrán mañana con hachas, sarisas y lanzas en ristre. Marcha errante. No es malo hacerlo si eres señor de ti mismo. Como el Childe Harold, ve con ellos, pero no seas uno de ellos.

 

Sólo un mal escritor halaga a sus lectores. Ellos no quieren que los recibas en las caballerizas, vestido de palafrenero y oliendo a bosta, sino que les lances aceite hirviendo desde las almenas de la torre. No te excuses en la pamema de la obra abierta para hacerlos responsables de tus errores. Hay cosas que no pueden hacerse a pachas. ¿Para qué vas a navegar con dos remos si puedes cinglar con uno solo?     

 

El aplauso de una sola mano... Así se titulaba una de las peores novelas de Anthony Burgess, lo que ya es decir. La publicó bajo el seudónimo de Joseph Kell. La expresión alude a un viejísimo koan zen: «Conocemos el sonido que hacen dos manos al aplaudir, pero ¿qué sonido hace el aplauso de una sola mano?». Una pregunta que, como todo koan, carece de respuesta.

 

El momento más feliz de la infancia del torero Belmonte, contado por Chaves Nogales: se cuela en una dehesa cerca de Triana, le apartan una res y, para su propia sorpresa, la torea con la chaqueta, sin arrugarse ni amilanarse. Después, dándole la espalda, tira la chaqueta al suelo. «Cómo me sonaba en los oídos la ovación que yo mismo me estaba dando.» Mejor que el aplauso de la muchedumbre es el que da una sola mano.

 

- Deja de discutir.

 

No es verdad que de la discusión surja la luz. Discutere viene de quatere, que consiste en sacudir las raíces para ver si son sólidas: pero eso, huelga añadir, sólo funciona con las propias. No politices la sobremesa. Dar la turra es una falta de educación. No veas debates políticos. Si tu alma rebosa de gilipolleces, tu cara, que es el espejo de aquélla, lucirá triste, fané y descangallada.

 

No hables demasiado. La locuacidad es, según Juan Clímaco, silla de la vanagloria, marca de la ignorancia, puerta de la calumnia y madre de la villanía. Cuando hablas mucho, no puedes hacerte cargo de todo lo que dices. Las buenas palabras pueden ser prendas de amistad; pero todas las prendas terminan deslustrándose si se usan en exceso.

 

Consumir, digerir y reponerse; leer, opinar y comprometerse. La sociedad red es un culto a la digestión. En un ciclo interminable de abluciones, atenciones y evacuaciones, el individuo se ocupa, ante todo, de su tránsito. Engulle, pero no asimila. Así es normal que la vida se le haga bola.

 

Es tal la cantidad de propaganda y zarandajas que ingiere a diario  — ¡información por un tubo! — que sólo puede evitar la esteatosis vomitando opiniones. Cuando finalmente el tránsito se les estropea, terminan trasegando alimentos previamente masticados, rumiados y digeridos.

 

¿A quién sorprende que se haya puesto de moda el ayuno? Esto, que siempre había gozado de notables efectos en lo espiritual, es hoy práctica salutífera y depurativa, healthy, porque el sujeto contemporáneo no reza con el alma, sino con el cuerpo. Más razonable es el ascetismo del oso perezoso  — un mes para digerir una hoja — que ser un deglutidor compulsivo.

 

Ayuna. Opinarás menos. A fuerza de opiniones personales, dejó dicho García Calvo, se busca impedir que razone el sentido común; y que, en el caso improbable de que lo hiciera, no hubiera quien lo oyese en medio de la barahúnda de pareceres.

 

Si los ingenieros del bienestar defienden el ayuno intermitente es porque, según dicen, una parte de las células se convierte en comida para el organismo. La autofagia adelgaza, recicla y da esplendor. Hay, según esta lógica, ciudadanos que funcionan, producen y consumen; y otros, disfuncionales e inadaptados, que son engullidos para honra y prez del bien común.

 

Es bien sabido, desde la República de Platón, que la sociedad es un enorme cuerpo: un makránthropos en que, como hace nueve siglos dejó escrito Salisbury en su Policraticus, el parlamento es el corazón; el ejército, las manos; los trabajadores, los pies... ¿Acaso los ciudadanos somos hoy los entresijos?

 

De niño, Jardiel Poncela iba al Congreso con su padre, que era periodista parlamentario de La correspondencia. Tal y como confesó en un texto hilarante, un buen día, harto de las conjuras que se urdían entre candilejas, decidió retirarse de la política. Contaba con once años.

 

¿Hay algo peor que dar la turra a la abuela? Politizar la sobremesa es una grosería; permitir que el partidismo se enseñoree de tu vida privada, una derrota. La hiperpolitización lleva a la degeneración de la democracia: por cada escama del Leviatán, el rostro ensoberbecido de un activista.

 

Retírate de la política, como Jardiel, aunque nunca hayas participado en ella. Ay de quien consagra su existencia a ella. Lo útil está bien como útil. Cuando se entroniza en la conciencia, decía Ortega, se trueca en manía.

 

La discusión casi nunca lleva a nada. Naturalmente, una buena conversación puede ser más instructiva que varios días de lectura. La letra mata, el espíritu vivifica. Por eso un wasap nunca arreglará lo que curan dos cañas. Verdad de Perogrullo que, empero, no aplica al individuo sobrepolitizado. De éste podría decirse lo que Tocqueville afirmaba del americano del diecinueve: que era tan malo para la conversación porque tendía a dar conferencias. Queden, pues, los sermones en los libros. Mejor que ser sabio en dichos es ser cuerdo en hechos.

 

Injusto es juzgar a una persona por sus opiniones políticas. Todavía más si opina sin saber. Hace tiempo acuñé, entre bromas y veras, el concepto de tasa Tóibín. Se trata del gravoso peaje, compuesto de chatarra ideológica, que es preceptivo pagar cuando se sigue a ciertos juntaletras. Aunque hay mil ejemplos de buena literatura a la que cabe retirar la hojarasca política, pensaba en este caso en Colm Tóibín y sus despistados juicios sobre el conflicto catalán. ¿A quién no se le han ido las ganas de leer a tal autor o autora después de topar con una entrevista suya?

 

Suele decirse que lo más indigesto de la porfía política es su ingrediente de moralización. Pero ¿de qué se trata? Moral viene de mor, moris, que es costumbre. La acción humana se da en forma de costumbre, porque no existe la acción aislada, inaudita, irreductible. Si matas perros, no querrás que te llamemos amante de los animales. Se nos juzga por nuestros actos. No se puede moralizar lo que es moral.

 

Cosa bien distinta es el señalamiento público, o el ulterior juicio sumarísimo. Lo que pasa es que una cosa suele llevar a la otra. Se empieza clavando tesis en Wittenberg y se acaba contratando vigilantes en Ginebra. No cabe la clemencia ante el pecador ni la duda ante la feligresía. Vale quien vence.

 

¿No dice el Evangelio que somos creados para cumplir la ley y no para juzgar al hermano? Pues merced al sacerdocio universal de las redes sociales, para estar entre los elegidos hemos de ratificar constantemente el propio estado de Gracia. A falta de coadjutor, disponemos de una muchedumbre sorda que nos fiscaliza.

 

Si existe un «sistema de crédito social», no es exclusivo de la República Popular China. ¿Quién necesita Black Mirror cuando incita al boicot de un ultramarinos que rotula en castellano o castiga con una estrella en TripAdvisor al figón que le sirvió las croquetas frías?

 

Así que no discutas ni critiques. Es más: hazte el tonto. ¿Qué ganas siendo el lumbreras del grupo? Quienes sobrepujan entre sus pares sólo generan pelusa y resquemores. Como es sabido, el soldado raso no envidia a su general, sino a su cabo. Tampoco es bueno envanecerse ante el jefe. Para ser bienquisto, decía Gracián, hay que vestirse con la piel del bruto.

 

El tonto de Pastrana solía zamparse la bandeja de pasteles que sus superiores le encargaban, pero éstos tendían a disculparlo cuando aquél les interpelaba: «¿Pero no ven que soy bobo, señores?».

 

Disimular viene de dis-similis: divergir respecto de lo semejante. Hay, en efecto, un disimulo primigenio y virtuoso que no consiste en falsear lo que uno es, sino en no traicionarse a uno mismo imitando a la masa, por el miedo al qué dirán. Disimular sería, por tanto, desasimilarse al rebaño.

 

Hoy la gente practica una sinceridad a discreción. Mejor es practicar la discreción a secas, y guardarse la sinceridad donde a uno le quepa. En ocasiones, como reza el celebérrimo dictum de Cioran, toda palabra es una palabra de más.

Sofía Mercedes Haselgrube, número uno del MIR 2022 y primera mujer en conseguirlo en casi una década: "Con el trabajo diario llegan los resultados"

"De momento viviré cuatro años en Granada, pero a lo mejor yo también me enamoro de la ciudad"

 

El Virgen de las Nieves formará a la doctora que mejor nota obtuvo, entre 13.000 personas, en la última prueba de MIR



 

Sofía Mercedes Haselgrube tiene 23 años y ya ha dado más entrevistas de las que hubiera querido. Las atiende con paciencia y aunque reconoce estar ya un poco cansada de tanto trasiego, es incapaz de esconder su simpatía en unas respuestas en las que trasluce sobre todo el amor a la profesión que ha elegido: la medicina. Los periodistas la molestan desde que ha logrado el hito de ser la nota más alta en la última convocatoria MIR. Su nombre está cotizadísimo. En este tiempo ha recibido muchas ofertas, pero ella quería vivir en Andalucía. Y de ese amor no se puede escapar aunque se viva a casi mil kilómetros. Se ha decantado por Granada por el Virgen de las Nieves y su servicio de Dermatología -en el que hará su residencia-, pero también por Sierra Nevada. Quiere investigar y ser feliz, y ese maravilloso camino lo iniciará en la ciudad del embrujo.

 

- Desde Lalín -su pueblo- a Granada hay 962 kilómetros. ¿No había un sitio más lejos?

 

- A la hora de elegir la plaza hay que mirar el hospital en el que te vas a formar, pero también la ciudad en la que vas a vivir. En ese sentido siempre me ha gustado Andalucía. A lo largo de la carrera y de mi vida he conocido a muchos andaluces y me encanta cómo son. Tenía muy claro que me iba a ir a Madrid para favorecer mi formación y porque estaba bien comunicada con mi casa, pero desde que me decidí por irme allí noté que tenía una espinita clavada si no vivía en Andalucía.

 

- Pero estaba muy lejos.

 

- Sí, por lo que en un principio preferí no mirar las opciones hasta que al final no pude aguantar más y lo hice. No quería quedarme para siempre con la duda del 'qué hubiera pasado si...'; y nada, después de investigar me enteré de que había muy buenos servicios de Dermatología, sobre todo en Sevilla y Granada. Y al final me pareció que Granada era una ciudad más chula para vivir. Hice entonces un viaje exprés y tanto el hospital como la ciudad me encantaron.

 

- ¿Conocía la ciudad?

 

- No la conocía de nada.

 

- ¿Por qué entonces pensó que le iría mejor que en Sevilla?

 

- No lo sé. Tengo un amigo en Granada y eso tamibén ha tenido que ver, pero principalmente creo que ha sido por Sierra Nevada. Me encantan las montañas y la nieve. Y por eso me llamaba más.

 

- ¿Cómo lleva los preparativos? ¿Qué ocupa más espacio en su maleta: los nervios o la ilusión?

 

- Hay un poco de todo. Por un lado tengo un montón de ilusión por empezar una nueva etapa de mi vida. Dicen que para darle un nuevo giro a tu vida tienes que cambiar de trabajo o de ciudad. Pues bien, yo voy a hacer el cambio completo (ríe). Tengo muchas expectativas puestas. Y luego, no es que tenga miedo, pero sí que me impresiona dejar atrás mi casa, mi familia o mi pareja.

 

- ¿Cómo espera que le reciba Granada? Va a llegar a las puertas del verano.

 

- Creo que me moriré de calor. Aquí en Galicia cuando llega el verano con 30 grados, lo paso muy mal. Lo atribuyo a los genes que tengo de Austria por mi padre. Lo que me va es el frío y la nieve... Pienso que menos mal que está Sierra Nevada.

 

- ¿Qué le ha dicho la familia? Imagino que estará contenta, pero también triste por su marcha.

 

- Me apoyan desde que les expliqué bien qué es lo que quería y al ver que voy a tener muy buena formación. Pero por otra parte, como es lógico, también me dicen que con lo fácil que habría sido que me quedara en Galicia...

 

- Tenga cuidado porque Granada tiene mucho poder de atracción.

 

- (Ríe). Yo digo que de momento viviré cuatro años en Granada y luego ya veremos qué pasa. A lo mejor también me enamoro de la ciudad, como parece que le pasa a todo el mundo. Quién sabe.

 

- Va al hospital Virgen de las Nieves, ¿cómo le convencieron?

 

- Me parece que tiene un servicio de Dermatología muy completo. Le dan importancia a todo. A la parte clínica, pero también a la quirúrgica. Además, tienen un equipo de investigación súper potente que publica un montón y que ha ganado muchos premios. Y como yo me quiero dedicar a investigar, pues así es más fácil, porque el equipo te predispone a ello. También he hablado con muchos residentes y no fueron capaces de decirme nada negativo del servicio. Parecían muy felices. Y eso es lo que yo quiero.

 

- Hará Dermatología. ¿Qué es lo que le atrae de este servicio?

 

- Que es una especialidad médico-quirúrgica. Es decir, lo que ellos diagnostican, también lo operan, lo que no pasa con otras especialidades. Y me gusta que es muy visual. La mayoría de veces puedes diagnosticar sólo con la vista. Aunque es difícil decirte, porque realmente me gustan todas las especialidades. Pero por desgracia sólo puedo elegir una.

 

La número 1 del MIR.-

 

- ¿Cómo es verse la primera de una lista de nombres que ocupaba 300 páginas?

 

- (Ríe). Es muy raro. Yo lo sigo pensando y no sé explicarlo muy bien. Yo sabía que el examen me había salido bien. Había metido la plantilla y así era, pero también me parece un poco de suerte.

 

- Fue la mejor de 13.000 personas, mucha suerte no parece...

 

- También ha sido el esfuerzo, y además el control emocional. El MIR es una etapa muy dura por lo mal que lo pasas algunos días. La clave fue no dejar que esos días malos se apoderaran de mí. Esos días pasaban y al día siguiente ya todo es nuevo.

 

- ¿Algún consejillo que le sobre para quienes tengan que afrontar una prueba así?

 

- 'Buff', es difícil. Yo siempre digo lo mismo: lo mejor es confiar en uno mismo y saber que con el trabajo diario llegan los resultados. Hay días que ves que no está sirviendo lo que haces, pero es mentira, siempre sirve. Yo he logrado resultados y, como yo, también mucha otra gente que están escogiendo las plazas que quieren aunque no sea en el número uno. Es que eso da igual. Lo importante es conseguir algo que te guste.

 

- Hablando de cosas que gustan, a usted además de la medicina también le va el piano. ¿Tiene previsto tocar aquí?

 

- Lo del piano ya no sé, ahora quiero aprender a tocar la guitarra. Y creo que Granada es un buen sitio para empezar.

Buscar pareja por internet es una continuación de las compras online: la relación entre clientes y mercancía se convierte en el patrón de las relaciones personales (Zygmunt Bauman)

Amor y sexo. Elegir una pareja: por qué olvidamos cómo amar (Zygmunt Bauman)

 

Extraído del libro 'Vivir en tiempos turbulentos. Conversaciones con Peter Haffner', editorial Tusquets, Barcelona 2022



 

Peter Haffner.- Comencemos por lo más importante: el amor. Usted dice que estamos empezando a olvidar cómo amar. ¿Qué le lleva a pensar esto?

 

Zygmunt Bauman.- La moda de buscar pareja por internet es una continuación de la moda de comprar por internet. Yo mismo prefiero no ir a las tiendas y compro casi todo online: libros, películas, ropa. Si uno necesita una chaqueta nueva, la página web de la tienda le muestra un catálogo. Si uno busca una pareja, también puede encontrar un catálogo online. El patrón que define la relación entre clientes y mercancía se convierte también en el patrón para las relaciones entre personas.

 

Haffner.- ¿Cuál es la diferencia entre esto y encontrar a la futura esposa en la fiesta del pueblo o en un baile en la ciudad? ¿No teníamos ahí también nuestras preferencias?

 

Bauman.- Internet puede ayudar a las personas que sufren de timidez. No tienen que sobreponerse a sí mismos para hablar con una mujer, porque temen sonrojarse. Pueden establecer contactos con más facilidad, sin bloquearse. Pero cuando buscamos pareja online invertimos todos nuestros esfuerzos en definir unos rasgos que se corresponden con nuestros propios deseos. La búsqueda se basa en el color de pelo o de la tez, en la altura, el tipo, el contorno del pecho, la edad, los intereses, en aquello que le gusta o desagrada. La idea es que es posible construir el objeto de nuestro amor a partir de una serie de características, físicas y sociales, que somos capaces de medir. Y nos olvidamos de lo decisivo: la persona.

 

Haffner.- Sin embargo, incluso en el caso de que seamos capaces de definir el tipo de persona que nos gusta, todo cambia cuando nos encontramos con la persona, pues esta es mucho más que la suma de todos estos rasgos.

 

Bauman.- El peligro es que el patrón para nuestras relaciones se asemeje a la relación que establecemos con los objetos de consumo. A una silla no le juramos fidelidad. ¿Por qué debería jurar que moriría por esa silla? En el momento en el que deje de gustarme, me compraré una nueva. No es un proceso consciente, pero es la forma en la que aprendemos a observar el mundo y a las personas. ¿Qué sucede cuando conocemos a alguien que nos resulta más atractivo? Es como la muñeca Barbie, cuando aparece una nueva versión, reemplazamos la antigua.

 

Haffner.- Lo que usted quiere decir es que nos separamos sin reflexionar.

 

Bauman.- Uno comienza una relación porque piensa que le aportará satisfacción. Si uno tiene la sensación de que otra persona le podrá satisfacer más, rompe la relación para comenzar una nueva. Para que una relación dé comienzo es necesario que dos personas estén de acuerdo. Para que finalice, basta la voluntad de una. Esto significa que ambas partes sufren un miedo constante a que los abandonen, a que alguien se deshaga de ellos como de una chaqueta que ha pasado de moda.

 

Haffner.- Pero esto reside en la naturaleza de todos los acuerdos.

 

Bauman.- Sí, claro, pero antes apenas era posible romper una relación, incluso cuando no resultaba satisfactoria. Divorciarse era difícil y no existían alternativas al matrimonio. La gente sufría, pero no se separaba.

 

Haffner.- ¿Y por qué razón es peor la libertad de poder separarse que la obligación de permanecer juntos pero infelices?

 

Bauman.- Se gana algo, sí, pero también se pierde. Uno es más libre, pero sufre porque su pareja también lo es. Y esto lleva a una vida en la que las relaciones y la vida en pareja se modelan según el patrón del arrendamiento con opción a compra. Si podemos liberarnos de los compromisos, no tenemos por qué esforzarnos en mantenerlos. Y el valor de las personas parece estar sujeto a su capacidad de generar satisfacción. Tras todo esto se esconde la creencia de que las relaciones duraderas se interponen en la búsqueda de la felicidad.

 

Haffner.- Y eso sería un error, como usted escribe en Amor líquido, su libro sobre la felicidad y las relaciones.

 

Bauman.- Es el problema del «amor líquido». En tiempos turbulentos necesitamos amigos y una pareja que no nos dejen tirados. Que nos apoyen cuando los necesitamos. El deseo de estabilidad es importante en la vida. Los dieciséis mil millones de dólares de Facebook provienen de capitalizar esta necesidad de no querer estar solo. Pero, por otra parte, huimos del deber de comprometernos con alguien y mantener una relación sólida. En la sociedad existe el temor a estar perdiéndose algo. Buscamos un puerto seguro, pero queremos tener las manos libres.

 

Haffner.- Durante sesenta y un años estuvo usted casado con Janina Lewinson, hasta que ella murió en 2009. En sus memorias, A Dream of Belonging, su mujer escribió que, después de su primer encuentro, no se separó de su lado. Y que usted siempre gritaba «¡qué maravillosa coincidencia!» cuando ambos querían ir al mismo lugar. Y que cuando ella le dijo que estaba embarazada, se puso a bailar en la calle, la besó y causó un gran revuelo, vestido como iba con su uniforme de oficial del ejército polaco. También dice que décadas después de su boda le seguía escribiendo cartas de amor. ¿En qué consiste el amor verdadero?

 

Bauman.- Cuando vi a Janina, me di cuenta enseguida de que no tenía que seguir buscando. Fue amor a primera vista. Nueve días después le pedí que se casase conmigo. El amor verdadero es ese deseo difícil de comprender y, al mismo tiempo, abrumador del «tú y yo», del apoyo mutuo, del querer ser uno. El placer que proporciona algo que no es solo importante para uno mismo. Saber que alguien te necesita o que no eres reemplazable supone una gran felicidad. Es difícil conseguirlo. Y será inalcanzable si uno no abandona la soledad del egoísta, del que solo está interesado en sí mismo.

 

Haffner.- Entonces el amor exige sacrificios.

 

Bauman.- Si la esencia del amor consiste en la voluntad de asistir en todo al objeto de su afecto, de apoyarlo, de animarlo y alabarlo, entonces aquel que ama debe estar dispuesto a relegar la preocupación por sí mismo en beneficio del amado. Debe estar dispuesto a comprender la propia felicidad como un accesorio, como el efecto secundario de la felicidad del otro. De aquel por el que uno, en palabras del poeta griego Luciano, «hipoteca su futuro». En una relación amorosa, el altruismo y el egoísmo no son, como siempre se defiende, enemigos irreconciliables. Se complementan, se funden y, al final, ya no pueden ser diferenciados o separados el uno del otro.

 

Haffner.- La autora americana Colette Dowling se refiere al «complejo de Cenicienta» para denominar el miedo de las mujeres a la independencia. Según Dowling, el deseo de seguridad, de afecto y de cuidado constituye un «revulsivo peligroso» y advierte a sus congéneres de que no deben privarse de su propia libertad. ¿Qué le molesta de esta advertencia?

 

Bauman.- Dowling previene sobre el impulso de querer cuidar a otros y perder así la posibilidad de saltar a un nuevo tren cuando nos apetezca. Un rasgo típico en las utopías privadas de los cowboys y las cowgirls de esta época consumista es que demandan una enorme libertad de movimiento. Consideran que son el ombligo del mundo y no quieren compartir el escenario. Nunca les parece suficiente la atención que reciben.

 

Haffner.- Suiza, el país donde crecí, no era una democracia. Hasta el año 1971 las mujeres, la mitad de la población, no consiguieron el derecho al voto. Todavía no se ha eliminado la denominada brecha salarial y las mujeres están infrarrepresentadas en los órganos de decisión de las empresas. ¿No tienen las mujeres motivos para dejar de ser dependientes?

 

Bauman.- La igualdad en estos ámbitos es importante. Pero en el feminismo debemos diferenciar dos corrientes. La primera es aquella que no distingue entre hombres y mujeres. Ambos tienen que servir en el ejército y ser llamados a filas, y las mujeres se preguntan: ¿por qué a nosotras no se nos permite disparar a personas como a los hombres? La segunda corriente pretende feminizar el mundo. El ejército, la política, todo lo que se ha creado, es de los hombres y para los hombres. Y ese es el motivo por el que muchas cosas no funcionan. Los mismos derechos, sí. Pero ¿deben las mujeres perseguir los mismos valores que los hombres han creado?

 

Haffner.- Y, en una democracia, ¿no deberíamos permitir que esto lo decidiesen las mujeres?

 

Bauman.- No espero en modo alguno que el mundo vaya a mejorar si las mujeres se comportan como lo han hecho y lo siguen haciendo los hombres.

 

Haffner.- En los primeros años de su matrimonio era usted un amo de casa «de manual»: cocinaba y cuidaba de dos niños pequeños mientras su mujer trabajaba en una oficina. Esto debía de ser bastante inusual en Polonia, ¿no?

 

Bauman.- Tampoco era tan inusual, aunque los polacos sean muy conservadores. En este sentido, los comunistas fueron unos revolucionarios, porque consideraban que los hombres y las mujeres eran iguales como empleados. La novedad en la Polonia comunista fue que muchas mujeres comenzaron a trabajar en una fábrica o en una oficina. En aquel momento eran necesarios dos sueldos para poder sacar adelante a una familia.

 

Haffner.- Y eso trajo cambios para la posición de la mujer y también para la relación entre los sexos.

 

Bauman.- Fue un fenómeno interesante. Las mujeres intentaban percibirse a sí mismas como un agente económico. En la vieja Polonia el marido era el único proveedor, el responsable de toda la familia. Pero la contribución de las mujeres a la economía era enorme. Las mujeres realizaban una cantidad ingente de trabajo, aunque nadie la tuviera en cuenta ni pudiera convertirse en un valor para la economía de mercado. Pongamos un ejemplo, la primera lavandería que abrió en Polonia: la gente podía llevar allí su ropa sucia para lavarla y ahorrar así una enorme cantidad de tiempo. Yo recuerdo que mi madre se pasaba dos días a la semana lavando, secando y planchando la ropa de toda la familia. Pero las mujeres se mostraron vacilantes algún tiempo antes de hacer uso de este establecimiento. Los periodistas querían saber por qué y les decían a las mujeres que lavar la ropa en la lavandería era más barato que hacerlo en casa. «¿Cómo puede ser?», exclamaban ellas y hacían cálculos con los periodistas para demostrarles que la suma de los gastos de detergente en polvo, y combustible para calentar el agua era menor que lo que costaba hacer la colada en la lavandería. No tenían en cuenta el trabajo que invertían. No les entraba en la cabeza que este trabajo también tiene un precio.

 

Haffner.- En Occidente las cosas no eran distintas.

 

Bauman.- La sociedad necesitó muchos años para comprender que el trabajo que una mujer realiza en su casa también lleva una etiqueta con precio. Pero, en cuanto fuimos conscientes de ello, en la mayor parte de las familias de Polonia desaparecieron las amas de casa tradicionales.

 

Haffner.- Janina escribe en sus memorias que usted se ocupaba de todo cuando ella sufrió fiebre puerperal tras el nacimiento de sus mellizas. Se levantaba por la noche, cuando lloraban las bebés, Irena y Lydia, les daba el biberón, les cambiaba los pañales, los lavaba por la mañana en la bañera y los colgaba en el patio para que se secasen. También llevaba a Anna, su hija mayor, a la guardería, la recogía y esperaba las largas colas delante de las tiendas para ir a comprar. Y todo esto mientras cumplía con sus obligaciones como docente, tutelaba a sus estudiantes, escribía su tesis doctoral y participaba en reuniones de carácter político. ¿Cómo lo conseguía?

 

Bauman.- Como era frecuente en aquella época en el mundo académico, yo podía organizar mis horarios. Iba a la universidad cuando debía, porque tenía un seminario o una clase. Por lo demás, era un hombre libre. Podía quedarme en mi despacho, ir a casa, pasear, bailar y hacer lo que más me apeteciese. Janina, por el contrario, trabajaba en una oficina. Revisaba guiones, era traductora y editora de la Sociedad Nacional del Cine en Polonia. Y allí tenía que fichar, así que estaba claro que tenía que ser yo el que se ocupara de la casa y de los niños si ella estaba enferma o trabajando. Y esto no era motivo de conflicto alguno, sino que nos parecía natural.

 

Haffner.- Janina y usted crecieron en contextos familiares muy diferentes. Ella provenía de una familia de médicos muy acomodada, mientras que en su familia el dinero siempre había escaseado. Janina tampoco estaba preparada para ser un ama de casa y cocinar, limpiar y realizar todos aquellos trabajos que en su hogar familiar habían recaído en el servicio doméstico.

 

Bauman.- Yo crecí en la cocina y cocinar era para mí una tarea normal. Janina cocinaba cuando era necesario. Lo hacía siguiendo una receta, con un libro de cocina delante, algo que resulta terriblemente aburrido. Y por eso no le gustaba. Yo todos los días veía cómo mi madre hacía magia en los fogones y creaba una maravilla desde cero. No teníamos mucho dinero, pero ella se las apañaba para conseguir un plato delicioso con los ingredientes menos apetecibles. Y así aprendí yo a cocinar de una forma natural. No es ningún talento, y tampoco me lo enseñaron. Simplemente vi cómo funcionaba.

 

Haffner.- Janina decía de usted que era como una «madre judía». Todavía hoy le gusta cocinar, aun-que no tendría por qué hacerlo.

 

Bauman.- Me encanta, porque cocinar es algo creativo. Me he dado cuenta de que lo que hacemos en la cocina se parece mucho a aquello que hacemos con el ordenador cuando escribimos: creamos algo. Es un trabajo creativo, interesante y nada aburrido. Además, una buena pareja no es la combina-ción de dos personas idénticas. Una buena pareja es aquella en la que los dos individuos se complementan. Lo que le falta a uno, lo tiene el otro. Janina y yo éramos así. No le gustaba mucho cocinar, a mí sí, y así nos complementábamos.