“Cada ciudadano es hoy un publicista de sí mismo: hace pública su conducta para recibir una aprobación virtual”

"Bien vive quien vive oculto" (Ovidio, 'Tristezas de un exiliado')

 

Extraído de 'Hazte quien eres. Un código de costumbres'
de Jorge Freire



 

¿Te imaginas al abuelo publicando compulsivamente fotos de sus vacaciones en Camboya o contando en redes lo que quiere al gato? Cada ciudadano es hoy un publicista de sí mismo: hace pública su conducta para recibir una aprobación virtual. Se trata de una gratificación que, naturalmente, nunca sacia.

 

En una época dominada por el deseo de diferenciarse, nada hay más noble que aspirar a una honrosa generosidad. Decía Balzac que la pasión del incógnito era un placer de príncipes. Para experimentar la dicha es preceptivo ser un feliz don nadie.

 

Epicuro sintetizó el secreto de la felicidad en una breve frase: Lathe biosas, vivir ocultos. Bueno es recordarlo hoy. En la sociedad de la transparencia, la invisibilidad es prerrogativa de superhéroes. Vivir off the grid, como en principio viven los popes de Silicon Valley que afirman criar a sus churumbeles sin pantallas, sería como calzarse el anillo de Giges. ¿Será eso posible?

 

En tiempo de pantallitas, el número de likes sirve de escantillón para hallar la medida del mundo: desde la belleza de un rostro a la calidad de un libro. Nadie negará que ser es ser percibido, como acuñase el padre Berkeley hace tres siglos. Si un árbol cae y nadie lo oye, ¿hace algún ruido? Si una persona carece de perfil virtual, ¿existe de verdad?

 

Las redes no se inventaron para apriscar, sino para pescar. Al yanomami le basta con tirar de lanza para trinchar la comida del Amazonas; al capitán Pescanova, no. El boquerón puede salir modorro, pero se mueve en bancos. En cuanto al ser humano, ¿puede sustraerse a la llamada de las redes, permaneciendo impasible ante su promesa de reconocimiento? La ostra vive oculta y cerrada: es su forma de vida. Por eso el peregrino lleva una concha de vieira colgada del pecho. Pero abandonarse a la solidificación calcárea no es propio de vertebrados.

 

El símbolo de nuestro tiempo es el hartosopas. Este castizo personaje, sabedor de la sustancia performativa de lo real, no salía de casa sin llenarse el jubón de migas y engrasarlo con tocino y salpicaduras, aun cuando no tuviera dos reales. Era, por así decirlo, su campaña de imagen. «No sólo no soy pobre, sino que voy harto de sopas.» Hoy, además de tirarse el pisto, lo mostraría en Instagram.

 

¿Es casualidad que la democratización del señoritismo corra pareja al empobrecimiento de la clase media? Cuando no acuden dignos a comerse un menú del día en Casa Emilio, quejándose luego de que el servicio ha sido «mediocre», los nuevos hartosopas se dan el lujo de cenar una pizza artesana, un bocata de mortadela premium o unas salchichas gourmet.

 

Dudo que las redes sociales sean las zahúrdas pestilentes que describen sus enemigos, aunque en ocasiones la grey trace un cerco a los virtuosos. La brigada del dedito se sirve de sus falanges acusadoras, que se agitan como la varilla de un sismógrafo cuando perciben la más leve transgresión moral. Para el fiscalizador, el mal es objeto de deixis: basta con señalarlo para neutralizarlo.

 

No seas nadie. Haz como Ulises al topar con el gigante. En tiempos de forzada diferencia, pocas decisiones hay más prudentes que aspirar a una honrosa generosidad. Tal es uno de esos gestos aristocráticos que nos permiten dominarnos, en lugar de que nos dominen.

 

Recuerda la suerte del reino andalusí que, en el cuento de Borges, contaba con una gruesa puerta a la que se añadía una cerradura por cada rey que moría. Cuando un villano se empeñó en abrirlas todas, en contra de la voluntad de emires y visires, el reino entró en decadencia y se fue a pique. Hay cosas que mejor permanecen ocultas.

 

- Baila a tu aire.

 

Según los críticos del postureo, la máscara confunde nuestro acceso a la persona. Olvidan que, hasta en su etimología, la persona (prosopon, lo que está por delante de la cara) remite a la máscara. La crítica al antifaz lleva a la defensa de la autenticidad, que es la verdadera faz.

 

Pero la abismática interioridad no es sino un fetiche: descienda el buzo a los fondos abisales y no hallará sino barro debajo del barro. La única autenticidad posible es la de ser un auténtico idiota. De ahí se sigue, entre otras cosas, que sobre la faz de la tierra sólo cabe el postureo: esto es, la postura, la pose, lo que aparece tal y como parece. Según comparecemos ante otro, ya somos un personaje.

 

Una persona puede ser, a lo largo del tiempo, una cosa y la contraria. No hay en ella identidad, sino, como enseña Hegel, ipseidad, historicidad. El alma humana y el alma de los pueblos se despliegan ora como conflicto, ora como neurosis, ora como dolor de muelas. No es tu identidad lo esencial de tu persona.

 

En Beber o no beber, el periodista británico Lawrence Osborne se preguntaba si el alcohol nos pone una máscara o si, más bien, nos la arranca. «Que te tomen en serio no es necesario para nada verdaderamente serio. El bebedor no es necesario para nada verdaderamente serio. El bebedor es dionisíaco, un bailarín inmóvil, un guasón.» En este caso, Lawrence, muy perspicaz por lo general, se equivocaba de pe a pa. El borracho es personaje un rato. El loco es personaje todo el rato y sin necesidad de estar borracho. Y el cachondo es quien sabe que la vida es un baile de máscaras y, por tanto, se presenta a cada guateque como le da la gana.

 

Hay, por cierto, un viejo dilema ético en todas las novelas de Osborne: cómo actuaríamos si pudiéramos vivir un tiempo en un lejano lugar del mundo en que rigieran reglas morales diferentes o incluso opuestas a las de nuestro país. El dilema pertenece al mito del viaje espaciotemporal en que uno existe de forma extracorpórea, pero a la vez puede hollar la dimensión Ganímedes, matar a Ajenatón y ceder el asiento a Rosa Parks. En este caso, uno acude a la ficción para guardar en la taquilla su concepción de lo real, echar la llave y montar un sacrificio de falsos ídolos.

 

¿Qué haríamos si pudiésemos calzarnos el anillo de Giges? Éste, según la leyenda, confería el don de la invisibilidad a quien lo portaba. A juicio de Platón, espiar a la reina y matar al rey; a juicio de Tolkien, arrugarnos como un higo seco, envilecernos y amorrarnos a nuestro «tesoro».

 

Sea como fuere, este experimento mental es, como todos, una pérdida de tiempo.

 

¿Puedo decidir ceteris paribus sobre cuestiones terrenales habiéndose volatilizado mi circunstancia mientras el alma permanece inmutable? De haber nacido vietnamita, ¿comería albóndigas de gato? Pues tanto da, porque no sería yo. Uno sólo se hace con lo que es.

 

Yerran quienes piensan que o bien eres persona o bien eres personaje. La fachada es necesaria, a despecho de lo que la casa albergue en su interior.

 

Como decía el marqués de Vauvenargues, basta ver un baile de máscaras para entender la esencia del mundo. A nadie sorprende la predilección de los bárbaros por la verdad desnuda: Las cosas claras, sin pelos en la lengua, sin complejos... Su desconfianza hacia toda veladura es comparable a la sospecha que ornamentos y afeites despertaban en aquellos adamitas que hacían ostentación de su inocencia paseándose en pelotas. Así y todo, ¿qué sería de la emperatriz sin diadema y del rey sin armiño, del juez sin toga negra y de la doctora sin bata blanca?

 

Al bárbaro le inquietan los antifaces. Le resulta indiferente que bajo la máscara de hierro se oculte el hijo bastardo de Mazarino o el hermano de Luis XIV, siempre y cuando esté encerrado y no arme mucha bulla. Es tu paz lo que amamos, rezaba el poema de Neruda, no tu máscara.

 

Baila a tu aire. No te importe que maledicentes y murmuradores señalen con el dedito. Hay quien prefiere comprar el billete después del sorteo, pero es mejor correr el albur de equivocarse. Desconfía de los santitos sin pecado. Donde abundó éste, sobreabundó la gracia.

 

- No seas cotilla.

 

La historia de la palabra cotilla data de tiempos de Fernando VII, y remite a Trinidad Cotilla, una suerte de vieja del visillo conocida por su empeño en delatar liberales. La palabra nace, por tanto, manchada por la vileza del chivato y el delator. No obstante, existe otro significado del término que no está relacionado con la murmuración: el interés desmedido por lo que ocurre en casa ajena.

 

Esta atracción, cuando se da en grado virtuoso, responde al mero despliegue de la curiosidad, y puede tener un componente catártico o medicinal: el cotilleo nos hace acceder a las miserias y minucias de nuestros congéneres, conformándose como un teatrillo donde conocer los vicios y virtudes propios de la naturaleza humana.

 

Uno de mis héroes literarios es Cleofás Leandro Pérez Zambullo, el hidalgo protagonista de El diablo Cojuelo, de Vélez de Guevara. Huyendo de la justicia acaba en el desván de un astrólogo, en cuyo gabinete menudean todo tipo de artilugios y objetos mágicos. Atrapado en una redoma, un diablillo le plantea un curioso pacto fáustico que lo llevará a surcar los cielos. En una inolvidable peripecia conceptista, llena de juegos de palabras y referencias, Cleofás ve, en plano cenital, el «pastelón» de las grandes ciudades, como Madrid y Sevilla, como si las casas fueran tartas y los techos, capas de hojaldre que pudieran levantarse dejando al descubierto las miserias y pecados  — mortales y, casi siempre, veniales — del pueblo llano. El aeronauta no juzga: se entretiene, aprende y, de paso, escarmienta en cabeza ajena.

 

Huelga decir que el cotilleo precisa un esfuerzo intelectual. Como dice Schopenhauer, «hay hombres no muy agudos que se vuelven excelentes algebristas cuando se trata de resolver los problemas de los demás». Borrosa es la linde que separa la novela del chismorreo. Poca diferencia hay entre quien se zampa una novela de Franzen y el cotilla que observa a sus vecinos por el ventanuco del retrete. ¿Que la marquesa salió a las cinco sin su marido, que es administrador concursal, y se ha fugado con un médico practicante? Muy bien. ¿Y a mí qué me importa?

 

Esta querencia se convierte en morbo cuando nos atenazan la obsesión y el vicio por no apartar la mirada de los otros. Merced a la tecnología, el cotilleo pega hoy un salto cualitativo. Ya no es lo que me cuentan en la plaza del pueblo sobre la mula del tío Dimas. En cuanto el fuego del hogar fue sustituido por la televisión, se abrió todo un mundo de espionaje virtual. Éste ya no consuela: enardece.

 

La naturaleza del alma humana es mimética. Estamos hechos para imitar a nuestros dioses. ¿A qué se dedican los idola fori de la telebasura? A traficar con emociones, a denunciar y a poner en la picota. ¿A qué se dedican miles de sus feligreses en las redes? A la detracción, el escarnio y la murmuración. Cuius regio, eius religio.

 

El cotilla nos hace gracia. Como se lee en el Tartufo, el primero en hablar mal de los demás es aquel cuya conducta se presta más a risa. Pero eso no le resta un ápice de ruindad.

 

- Escucha el aplauso de una sola mano.

 

Te han asediado. Los peones y zapadores de la adulación han cavado profundas zanjas. De aquí no sales. Si eres humorista, tendrás que repetir el chiste o la imitación que te dio fama.

 

Recuerda, en cualquier caso, que el marbete que te cuelguen no es cosa tuya. Lo dice Epicteto en el Enquiridion: «O te haces valer por las cosas que dependen de ti, y no de los demás, o renuncias a hacerte valer».

 

No busques la aprobación de los demás. El rango que te atribuyan es volátil, tornadizo; sólo importa el mérito que tú te otorgues. Todo exónimo es impreciso. Si dicen de ti que eres espía o reptiliano, no te esfuerces en desmentirlo. Cría fama y échate a dormir.

 

Asume el orgullo que te ganaste con méritos, como enseña Horacio. El orgullo viene del interior; la vanidad, que es locuaz y en ocasiones boquirrubia, siempre viene de fuera. Por supuesto, atender en exceso a la opinión ajena nos esclaviza. Avanza, como Carmen de Burgos, sin escuchar a los perros que ladran y, sobre todo, a los que, halagadores, menean la cola.

 

Acepta la tiranía del qué dirán sin uncirte a su yugo. El escrutinio social es la más vieja herramienta de control; sólo los tontos la toman por regla de vida. Recuerda que quienes hoy te dan jabón vendrán mañana con hachas, sarisas y lanzas en ristre. Marcha errante. No es malo hacerlo si eres señor de ti mismo. Como el Childe Harold, ve con ellos, pero no seas uno de ellos.

 

Sólo un mal escritor halaga a sus lectores. Ellos no quieren que los recibas en las caballerizas, vestido de palafrenero y oliendo a bosta, sino que les lances aceite hirviendo desde las almenas de la torre. No te excuses en la pamema de la obra abierta para hacerlos responsables de tus errores. Hay cosas que no pueden hacerse a pachas. ¿Para qué vas a navegar con dos remos si puedes cinglar con uno solo?     

 

El aplauso de una sola mano... Así se titulaba una de las peores novelas de Anthony Burgess, lo que ya es decir. La publicó bajo el seudónimo de Joseph Kell. La expresión alude a un viejísimo koan zen: «Conocemos el sonido que hacen dos manos al aplaudir, pero ¿qué sonido hace el aplauso de una sola mano?». Una pregunta que, como todo koan, carece de respuesta.

 

El momento más feliz de la infancia del torero Belmonte, contado por Chaves Nogales: se cuela en una dehesa cerca de Triana, le apartan una res y, para su propia sorpresa, la torea con la chaqueta, sin arrugarse ni amilanarse. Después, dándole la espalda, tira la chaqueta al suelo. «Cómo me sonaba en los oídos la ovación que yo mismo me estaba dando.» Mejor que el aplauso de la muchedumbre es el que da una sola mano.

 

- Deja de discutir.

 

No es verdad que de la discusión surja la luz. Discutere viene de quatere, que consiste en sacudir las raíces para ver si son sólidas: pero eso, huelga añadir, sólo funciona con las propias. No politices la sobremesa. Dar la turra es una falta de educación. No veas debates políticos. Si tu alma rebosa de gilipolleces, tu cara, que es el espejo de aquélla, lucirá triste, fané y descangallada.

 

No hables demasiado. La locuacidad es, según Juan Clímaco, silla de la vanagloria, marca de la ignorancia, puerta de la calumnia y madre de la villanía. Cuando hablas mucho, no puedes hacerte cargo de todo lo que dices. Las buenas palabras pueden ser prendas de amistad; pero todas las prendas terminan deslustrándose si se usan en exceso.

 

Consumir, digerir y reponerse; leer, opinar y comprometerse. La sociedad red es un culto a la digestión. En un ciclo interminable de abluciones, atenciones y evacuaciones, el individuo se ocupa, ante todo, de su tránsito. Engulle, pero no asimila. Así es normal que la vida se le haga bola.

 

Es tal la cantidad de propaganda y zarandajas que ingiere a diario  — ¡información por un tubo! — que sólo puede evitar la esteatosis vomitando opiniones. Cuando finalmente el tránsito se les estropea, terminan trasegando alimentos previamente masticados, rumiados y digeridos.

 

¿A quién sorprende que se haya puesto de moda el ayuno? Esto, que siempre había gozado de notables efectos en lo espiritual, es hoy práctica salutífera y depurativa, healthy, porque el sujeto contemporáneo no reza con el alma, sino con el cuerpo. Más razonable es el ascetismo del oso perezoso  — un mes para digerir una hoja — que ser un deglutidor compulsivo.

 

Ayuna. Opinarás menos. A fuerza de opiniones personales, dejó dicho García Calvo, se busca impedir que razone el sentido común; y que, en el caso improbable de que lo hiciera, no hubiera quien lo oyese en medio de la barahúnda de pareceres.

 

Si los ingenieros del bienestar defienden el ayuno intermitente es porque, según dicen, una parte de las células se convierte en comida para el organismo. La autofagia adelgaza, recicla y da esplendor. Hay, según esta lógica, ciudadanos que funcionan, producen y consumen; y otros, disfuncionales e inadaptados, que son engullidos para honra y prez del bien común.

 

Es bien sabido, desde la República de Platón, que la sociedad es un enorme cuerpo: un makránthropos en que, como hace nueve siglos dejó escrito Salisbury en su Policraticus, el parlamento es el corazón; el ejército, las manos; los trabajadores, los pies... ¿Acaso los ciudadanos somos hoy los entresijos?

 

De niño, Jardiel Poncela iba al Congreso con su padre, que era periodista parlamentario de La correspondencia. Tal y como confesó en un texto hilarante, un buen día, harto de las conjuras que se urdían entre candilejas, decidió retirarse de la política. Contaba con once años.

 

¿Hay algo peor que dar la turra a la abuela? Politizar la sobremesa es una grosería; permitir que el partidismo se enseñoree de tu vida privada, una derrota. La hiperpolitización lleva a la degeneración de la democracia: por cada escama del Leviatán, el rostro ensoberbecido de un activista.

 

Retírate de la política, como Jardiel, aunque nunca hayas participado en ella. Ay de quien consagra su existencia a ella. Lo útil está bien como útil. Cuando se entroniza en la conciencia, decía Ortega, se trueca en manía.

 

La discusión casi nunca lleva a nada. Naturalmente, una buena conversación puede ser más instructiva que varios días de lectura. La letra mata, el espíritu vivifica. Por eso un wasap nunca arreglará lo que curan dos cañas. Verdad de Perogrullo que, empero, no aplica al individuo sobrepolitizado. De éste podría decirse lo que Tocqueville afirmaba del americano del diecinueve: que era tan malo para la conversación porque tendía a dar conferencias. Queden, pues, los sermones en los libros. Mejor que ser sabio en dichos es ser cuerdo en hechos.

 

Injusto es juzgar a una persona por sus opiniones políticas. Todavía más si opina sin saber. Hace tiempo acuñé, entre bromas y veras, el concepto de tasa Tóibín. Se trata del gravoso peaje, compuesto de chatarra ideológica, que es preceptivo pagar cuando se sigue a ciertos juntaletras. Aunque hay mil ejemplos de buena literatura a la que cabe retirar la hojarasca política, pensaba en este caso en Colm Tóibín y sus despistados juicios sobre el conflicto catalán. ¿A quién no se le han ido las ganas de leer a tal autor o autora después de topar con una entrevista suya?

 

Suele decirse que lo más indigesto de la porfía política es su ingrediente de moralización. Pero ¿de qué se trata? Moral viene de mor, moris, que es costumbre. La acción humana se da en forma de costumbre, porque no existe la acción aislada, inaudita, irreductible. Si matas perros, no querrás que te llamemos amante de los animales. Se nos juzga por nuestros actos. No se puede moralizar lo que es moral.

 

Cosa bien distinta es el señalamiento público, o el ulterior juicio sumarísimo. Lo que pasa es que una cosa suele llevar a la otra. Se empieza clavando tesis en Wittenberg y se acaba contratando vigilantes en Ginebra. No cabe la clemencia ante el pecador ni la duda ante la feligresía. Vale quien vence.

 

¿No dice el Evangelio que somos creados para cumplir la ley y no para juzgar al hermano? Pues merced al sacerdocio universal de las redes sociales, para estar entre los elegidos hemos de ratificar constantemente el propio estado de Gracia. A falta de coadjutor, disponemos de una muchedumbre sorda que nos fiscaliza.

 

Si existe un «sistema de crédito social», no es exclusivo de la República Popular China. ¿Quién necesita Black Mirror cuando incita al boicot de un ultramarinos que rotula en castellano o castiga con una estrella en TripAdvisor al figón que le sirvió las croquetas frías?

 

Así que no discutas ni critiques. Es más: hazte el tonto. ¿Qué ganas siendo el lumbreras del grupo? Quienes sobrepujan entre sus pares sólo generan pelusa y resquemores. Como es sabido, el soldado raso no envidia a su general, sino a su cabo. Tampoco es bueno envanecerse ante el jefe. Para ser bienquisto, decía Gracián, hay que vestirse con la piel del bruto.

 

El tonto de Pastrana solía zamparse la bandeja de pasteles que sus superiores le encargaban, pero éstos tendían a disculparlo cuando aquél les interpelaba: «¿Pero no ven que soy bobo, señores?».

 

Disimular viene de dis-similis: divergir respecto de lo semejante. Hay, en efecto, un disimulo primigenio y virtuoso que no consiste en falsear lo que uno es, sino en no traicionarse a uno mismo imitando a la masa, por el miedo al qué dirán. Disimular sería, por tanto, desasimilarse al rebaño.

 

Hoy la gente practica una sinceridad a discreción. Mejor es practicar la discreción a secas, y guardarse la sinceridad donde a uno le quepa. En ocasiones, como reza el celebérrimo dictum de Cioran, toda palabra es una palabra de más.