Aprendiz de sabio. La guía insuperable para mejorar tu vida
- Primera parte: Las doce necesidades insatisfechas, imperiosas, desmedidas, que son consecuencia de nuestros vacíos del alma y nos hacen infantiles, insensatos y desgraciados.
- 9.- El indolente no está... no sabe, no contesta... : Necesidad imperiosa de que otros se responsabilicen, tomen el mando, decidan; de sentirse apoyados en todo, porque se sienten incapaces.
"Son capaces, porque creen que son capaces" (Virgilio)
Siempre he dicho que si bien es verdad que Cervantes describe en el 'Quijote' dos tipos de personas representativas del carácter universal, los idealistas y los materialistas, que son aquellos que se aferran a la realidad cotidiana y los que viven en su mundo ideal creado a su gusto, no es menos verdad que hay otros dos tipos de individuos bien diferenciados: 'los activos', que trabajan, se responsabilizan y logran objetivos, y 'los pasivos', irresponsables, que no están para nada, no saben ni contestan y nunca se puede contar con ellos, cuasi parásitos, porque siempre tienen una excusa para no salir de su pereza, su inactividad, su irresponsabilidad. Son individuos dependientes, adosados a alguien que se haga cargo, se responsabilice de ellos y les dé seguridad.
Es muy loable ayudar a los demás, sentir compasión y estar disponible para quien nos necesite, el problema es que hay determinado número de personas que han descubierto lo fácil que es aprovecharse de la bondad, generosidad, compasión y nobleza de los seres humanos, adoptando permanentemente el papel de ineptos, de desvalidos, de poco capaces y vivir bajo el amparo y al rebufo de los fuertes, responsables, emprendedores y generosos.
- Las comparaciones son odiosas y paralizantes.
Hemos oído decir en infinidad de ocasiones que las comparaciones son odiosas, y lo son porque es estúpido pretender ser más que los demás. Lo inteligente y sano es ser plenamente nosotros mismos y potenciar lo que somos. Quien no se compara con los demás y únicamente se ocupa en mejorar lo que es en la medida de sus posibilidades, difícilmente tendrá problemas de baja estima.
El proceso suele ser así: todos tenemos un yo idealizado de nosotros mismos, la persona maravillosa y cuasi perfecta que nos encantaría ser. A renglón seguido comparamos la imagen real, que puede no serlo, de cómo nos vemos en verdad. Si de esa comparación salimos muy mal parados, nos desmotivamos en mayor o menor medida según el nivel de autoestima, autoconfianza y sentimiento de competencia que tengamos.
Después de compararnos con el yo idealizado, nos comparamos con los demás. Si llegamos a la conclusión de que no tenemos nada que hacer para acercanos al yo idealizado y que tampoco nos acercamos ni de lejos a las cualidades y virtudes de los demás, nos quedamos en un estado de 'indefensión aprendida', de renuncia a llevar a cabo el menor intento de cambiar y mejorar en la medida de lo posible. En el fondo subyace una soberbia y un orgullo muy sutiles que nos paraliza: "Si no puedo ser esto o lo otro o como esta o aquella persona nada merece la pena". De ahí al parasitismo, al resentimiento social o a la depresión no hay ni un paso. El mismo victimismo que tratamos en el capítulo anterior es una reacción al sentimiento de incapacidad, de no ser lo suficiente. "No puedo, no valgo, no sirvo, esto es mucho para mí" son expresiones muy familiares para el cuasi parásito que renuncia a hacerse cargo de su vida y se convierte en carga para los demás.
Como siempre, se trata de ponerse del lado de la humildad, seguramente la virtud de las virtudes, o mejor la virtud que debe ser ingrediente obligado en todas las demás virtudes. El humilde sabe que no es más por tener más inteligencia, más amigos, más fama, más dinero o más salud y que lo único importante es ser lo que ya eres, pero serlo plenamente; porque cada persona es una joya única, con infinitos matices.
Por eso el humilde jamás se compara porque sabe que siempre hay alguien que te supera en algo y eso no significa que esa persona sea superior. El humilde valora lo que es y lo que tiene, se acepta y considera suficiente y dedica toda su capacidad y tiempo a ser plenamente y lo mejor posible lo que ya es por sí mismo y lo demás le trae sin cuidado.
'El hombre humilde es un inteligente observador de sí mismo' que con serenidad analiza su propia conducta, sus pensamientos, sus sentimientos, sus dudas, sus miedos, pero sabe muy bien que él no es lo que piensa ni lo que siente ni lo que hace, sino que es una persona que tiene ideas y pensamientos de todo tipo, que tiene sentimientos y conductas varias. Si constuimos la idea de nuestro yo ideal sobre algo que no es real, no debemos extrañarnos de las consecuencias de no ser nunca realmente nosotros mismos. Estamos por encima de nuestros temores, de nuestros defectos, de lo que sentimos; no somos el sentimiento de dolor, que es algo pasajero y circunstancial en nuestra vida; somos la entidad, el ser, la persona total que observa sus propias reacciones. El humilde observador de sus propias reacciones, de sus sentires, pesares y decires se siente como un ser centrado en su propia esencia y sabe que ninguna circunstancia o accidente puede cambiar su total valía y potencialidad.
Sin embargo quien no se siente suficiente por sí mismo y con plena entidad buscará desesperadamente que le adopten, que le quieran, que le apoyen, que le solucionen sus problemas y se responsabilicen de su vida. En realidad no tendrá ni vida propia ni ideas ni moral propias ni se tendrá a sí mismo. Evidentemente este cuasiparasitismo es poco honroso, pero muy cómodo, porque permanece en la pasividad, en la renuncia a hacer el menor esfuerzo. La autodisciplina, la tenacidad o marcarse objetivos no van con él. El "no valgo", "no sé", "no puedo" y "es difícil" le garantizan que alguien cogerá el timón de su vida y le guiará.
"El hombre vale tanto cuanto él se estima" (Rabelais).
- El sentimiento de incapacidad y la niñez.
Desde temprana edad un niño puede tomar el camino equivocado de la irresponsabilidad, de que otros le solucionen sus pequeños problemas. Esto puede suceder porque unos padres miedosos y superprotectores impiden que el niño desarrolle su innato deseo de aprender y de hacer cosas por sí mismo, ya sea inculcándole temor o yendo por delante, haciéndole todo al pequeño para que no se hiera, para ahorrar tiempo o con otra disculpa.
El niño que crece sin sentirse cuanto antes dueño de sus actos, sin responsabilizarse con las tareas adecuadas a su edad, se convertirá en un ser dependiente, inactivo, temeroso, sin habilidades sociales y esclavo del qué dirán. En sus labios estarán siempre las socorridas frases: "No puedo, no me sale, yo no sé, hazlo tú, papá". Excusas para seguir en la comodidad de ser pasivo, de dejar que los demás se ocupen de él.
- El sentimiento de incapacidad al servicio del orgullo fanfarrón.
En el matrimonio, en la empresa, en las relaciones humanas, en la vida podemos observar cómo el pusilánime e inseguro que se siente incapaz y necesita alguien en quien apoyarse y que le guíe se encuentra casi siempre al servicio y bajo las órdenes de un orgulloso fanfarrón, a quien sirve y ante quien se humilla. ¡Cuántos resentidos fanfarrones aprovechan la inseguridad y la ineptitud de estos pobres seres para reafirmarse a sí mismos y sentirse superiores e importantes! El incauto y desvalido acomplejado, con pocas energías para la acción y para mandarse a sí mismo, soporta los ataques, humillaciones y vejaciones del orgulloso desalmado, quien curiosamente también es un inseguro.
- Buscando soluciones.
La solución está en la acción, en hacer de una vez por todas lo que tanto se teme; dejarnos de excusas, ver qué es lo que nos ha paralizado desde nuestros años de la infancia y profundizar en los temores aprendidos. Esos temores no son nosotros, no pertenecen a nuestra esencia, podemos desprendernos de ellos y adquirir gradualmente una mayor seguridad en nosotros mismos, pero desde la convicción de que podemos, de que somos capaces y demostrarlo en el día a día.
(Bernabé Tierno)