¿Qué voy a hacer con mi futuro? El miedo a la incertidumbre ('¿Qué hago con mi vida?', Ángel Peralbo, coordinador, 3/30)


¿Qué hago con mi vida? De la revolución de los 20 años al dilema de los 30

 

- Capítulo 1: ¿Qué voy a hacer con mi futuro?

 

Por Óscar Pérez Cabrero:

 

"No puedes cambiar el viento, pero sí ajustar tus velas" (Proverbio chino).

 

El futuro ha sido una preocupación para el ser humano desde la noche de los tiempos. Hace miles de años los druidas trataban de adivinarlo en esferas de berilo, y a lo largo y ancho de la historia han estado presentes ésta y otras formas de videncia. Desde la bola de cristal, mucho se han sofisticado nuestras herramientas para predecir el futuro, apoyadas en la ciencia y las matemáticas, pero ni por ésas lo hemos logrado. Sabemos la hora exacta a la que se producirá un eclipse dentro de más de diez años, pero se nos escapa aún lo más elemental para saber si podremos verlo: el comportmaiento de los bancos nubosos en ese momento.

 

Si el comportmaiento de las nubes resulta aún impredecible a largo plazo, imagina lo que podemos decir del nuestro. El maestro de la ciencia ficción Isaac Asimov, en su novela de 1983 'Los robts del amanecer', deslizó una reflexión que podríamos resumir con las siguientes preguntas: ¿podrían las leyes de la conducta humana indicarnos cómo va a desarrollarse el futuro?, ¿serían más vinculantes en la medida en que no fuésemos conscientes de las mismas?, ¿serán de naturaleza estadística, de modo que sólo puedan expresarse con precisión tratando grandes muestras? Especular acerca de semejantes cuestiones resulta fascinante, pero desgraciadamente poco útil para nuestros propósitos cotidianos. El futuro, para bien o para mal, va a seguir siendo una incógnita. El futuro, mal que nos pese, nos va a seguir enfrentando a eso que tantos quebraderos de cabeza nos provoca: la incertidumbre.

 

- 1.1.- El miedo a la incertidumbre.

 

¿Alguna vez te has resistido a cambiar algo por miedo a lo desconocido? Son incalculables las veces en que nuestras decisiones están condicionadas por la incertidumbre. El máximo exponente lo encontramos en el refranero español, en aquello de "más vale malo conocido que bueno por conocer". Pocos refranes han suscitado tanta controversia, pues semejante proclama invita a un conformismo que puede llegar a ser nocivo. Tenemos, además, malas noticias para los conformistas: tarde o temprano, llega un momento en el que las cosas conocidas se terminan, hayan sido buenas, malas o regulares. Piensa en los grandes hitos de tu vida. ¿Qué los ha marcado? Los cambios. Cada cosa que merece la pena contar de nuestra trayectoria tiene que ver con algo nuevo que en algún momento sucedió: estudié en tal sitio, me dediqué a tal oficio, me mudé a compartir piso, conocí a mi pareja... de los cambios vitales es precisamente de lo que vamos a hablar.

 

Imagina que estás en el pasado, en el primer curso de educación primaria. Puede que lo más lejano que te preocupase entonces fuera que llegase ya el fin de semana, o las próximas vacaciones. A medida que van pasando los cursos y vas madurando, tu capacidad de anticiparte al futuro se va incrementando, y de repente te encuentras a ti mismo preocupándote por el impacto que tus deberes o la nota de un examen tendrán en las calificaciones a final de curso. De repente te ves deseando terminar los estudios, o enfrentándote a la decisión de estudiar una carrera universtiaria. Sea cual sea el final del recorrido, lo que sí has tenido en todo momento es un mapa. Un guión que establecía que después de primero iba segundo y, después de éste, tercero, y así sucesivamente. Un guión que establecía que para poder pasar de curso necesitabas lograr unos mínimos, y de no hacerlo simplemente repetirías curso. Eso es certidumbre. Una certidumbe que, tarde o temprano, termina.

 

Resulta imposible hablar de incertidumbre esquivando el tema de la Covid-19, el ejemplo más extremo de nuestros tiempos. En el momento de escribir estas líneas el mundo atraviesa lo que se ha dado en llamar la crisis del coronavirus. De un día para otro, y sin previo aviso, hemos visto cómo nuestras vidas se ponían en pausa. Hemos visto cómo nuestras preocupaciones cotidianas quedaban eclipsadas por la pérdida masiva de tantas vidas. Y también hemos comprobado que el futuro abría una infinidad de interrogantes para los que nadie tenía respuesta.

 

Como no tengo una bola de cristal, desconozco qué percepción tendremos exactamente de todo esto cuando se publique este libro, pero una cosa sí tengo clara: quien lo haya vivido entenderá perfectamente lo que es la incertidumbre. Tampoco me atrevo a vaticinar hasta qué punto esta pandemia cambiará nuestra manera de entender el mundo, pero da la impresión de que va a condicionar para siempre a una generación entera. Desde la clínica psicológica estamos acostumbrados a ver cómo los acontecimientos extraordinarios, experimentados en carne propia, moldean en gran medida hasta la misma filosofía de vida del sujeto. Y éste, sin duda, es uno de ellos. En las siguientes páginas abordaremos casos inevitablemente previos a esta crisis, pero te sorprenderá descubrir cómo los mecanismos para afrontar el futuro que se observan en ellos te recordarán cosas que habrás escuchado en mitad de la pandemia.

 

- El caso de Pablo. Cuando se avecinan cambios.

 

Pablo llegó a nuestra consulta con las velas de su decimoctavo cumpleaños recién sopladas. Estudiaba segundo de bachillerato y nada en su vida aparentaba ser problemático: convivía con sus padres y sus hermanos, con los que mantenía una buena relación. Cumplía con sus responsabilidades, tenía una vida social satisfactoria y aun así reservaba tiempo para sus aficiones. En los estudios marchaba razonablemente bien, aunque empezó a rendir por debajo de lo que acostumbraba. Lo que al principio se atribuía a un bache propio de un curso tan difícil se convirtió en una preocupación para sus padres cuando empezaron a notar a Pablo distinto, más apático e irascible.

 

El propio Pablo no sabía por qué estaba así, intentaba explicárselo por la presión de un curso tan decisivo, pero aquello se desarbolaba en cuanto se comparaba con otros compañeros, o con su hermano mayor cuando estuvo en su curso. A medida que le fui conociendo, y en vista de que ninguna de las áreas evaluadas parecía ser el centro del problema, descubrí en Pablo una gran laguna: su futuro. En la primera entrevista, él lo había espachado con un "eso no me precoupa", pero pronto noté cómo respondía con evasivas cuando le planteaba cuestiones más concretas al respecto.

 

En consulta no sólo se evalúa el contenido de la información que se comparte con el psicólogo: el 'cómo' se da ésta y la que sospechamos que se omite son a menudo elementos más reveladores. Lo que Pablo estaba haciendo, evitar y escapar de ciertos temas cuyo denominador común es su futuro, nos lleva a plantearnos la hipótesis de que sentía temor a los cambios que se avecinaban en su vida, y la manera que estaba teniendo de manejar ese temor era mirando para otro lado. El problema es que esa estrategia tan humana a menudo sólo logra paliar el malestar a corto plazo, y en el largo no hace más que empeorar las cosas: Pablo estaba escapando de lo inevitable, y por el camino se le consumían las ganas y se apoderaban de él los nervios.

 

"Según una encuesta publicada en 2019 por la Pew Research Center (J. M. Horowitz y W. Graf, "Most US Teens see Anxiety and Depression as a Major Problem Among their Peers', Pew Research Center, 2019), el 95% de los adolescentes consideraba prioritario en su futuro tener una profesión que les gustase, muy por encima de ganar mucho dinero (51%) o tener hijos (39%). Un dato que no sorprende en absoluto a los que escuchamos a diario el testimonio de numerosos jóvenes en consulta, y que en el caso de Pablo pronto se replicaría".

 

Los primeros pasos para ayudar a Pablo trataron de exponerlo, precisamente, a pensar en su futuro. Plantearse a qué le gustaría dedicarse, si pretendía seguir estudiando el curso que viene o dónde se veía a corto y largo plazo. Poco a poco se fue poniendo de manifiesto que a Pablo le aterraba la idea de fracasar, de elegir mal sus opciones o no cumplir con las expectativas de sus padres. A partir de ahí pudimos empezar a enfocar el trabajo en unas preocupaciones que, hasta entonces, no se había reconocido ni a sí mismo. Al cabo de un tiempo, el propio Pablo admitía haber estado malinterpretando demasiadas cosas: "Tras seguir tu consejo de hablar con mis padres, me di cuenta de que cuando ellos me presionaban para estudiar era porque estaba empeorando mis resultados y temían que se me cerrasen puertas, no porque deseasen que estudiase una carrera en conreto. Me vino muy bien esa conversación con ellos, me quité un peso de encima".

 

La tendencia a pintarse el futuro de negro no es patrimonio exclusivo del final de la adolescencia, momento en el que se encontraba Pablo. A continuación, te presento a Elena:

 

- El caso de Elena. Mirar al futuro y no ver alternativas.

 

Cuando me entrevisté con Elena por primera vez, bromeaba con que el motivo de su consulta era "la crisis de los treinta". El balance de lo que había conseguido a su edad y lo que le había gustado le generaba una gran frustración, y cuando lo hablaba con su familia o amistades no lograba sentirse comprendida. A menudo la animaban a fijarse en lo positivo: Elena trabajaba en el negocio de su familia, donde tampoco le habían regalado nada. Empezó desde abajo y a base de esfuerzo y compromiso fue adquiriendo responsabilides, hasta convertirse en una pieza clave para la buena marcha de la empresa. A Elena, como decían, "le iba bien", y por eso sentía que estaba privada del derecho a quejarse. Pero vaya si tenía motivos: para empezar, nunca le había entusiasmado el negocio familiar. Empezó en él cuando era prácticamente una adolescente, y pronto se aficionó a las ventajas de ganar dinero. En un momento dado, la afición pasó a ser una necesidad, pues decidió irse a vivir con su pareja, y a partir de ahí entró en una dinámica que la ligaba a la empresa de sus padres. Elena, más que ligada, se sentía atrapada en ella, pues no concebía un futuro fuera de la misma, y le angustiaba la falta de alternativas.

 

Existe una sensación, ampliamente compartida por la gente a medida que avanza en edad, que podría describirse como un cuello de botella. Cada decisión, cada año invertido en tal o cual cosa, va llenando el recipiente, de tal modo que si en algún momento queremos cambiar el rumbo, volcándolo para sacar lo que hay dentro, nos encontramos con que se forma un tapón. Afortunadametne, esto no va más allá de ser una metáfora, pero las metáforas a veces las carga el diablo: las metáforas son útiles para simplificar aspectos de la realidad que resultan difíciles de explicar, cosa que hacen a costa de limitarla, por lo que no conviene dejarse llevar demasiado por ellas. Si te sientes bloqueado por las circunstancias, te interesa ser crítico con tu manera de enfocarlas.

 

Elena no estaba desencantada sólo con el oficio en sí, sino con lo que suponía trabajar con su familia. Aunque estaba cansada de decirlo, el negocio monopolizaba las conversaciones, lo que hacía imposible que desconectase del trabajo. Eso mejoró cuando se fue a vivir con su pareja, Rafael Luis, pero se perpetuaba a diario a través del teléfono. Fue precisamente él quien la había animado a venir a consulta, y quien ya le había deslizado una idea que ni se planteaba, la de cambiar de trabajo: "Rafa cree que me llevaría mejor con mis padres y con mis hermanos si no trabajase con ellos", decía. Elena ni era conflictiva, ni estaba desprovista de herramientas para manejar situaciones problemáticas, pero sí había llegado a un punto de desgaste debido a las dificultades derivadas de mezclar los roles familiares y laborales.

 

"Por más que nos resistamos a asumirlos, algunos cambios son inevitables. Y también hay otros que, aunque sean duros, resultan necesarios".

 

Sin estudios superiores y sin experiencia en ningún trabajo fuera de la empresa familiar, Elena se veía sin opciones en el mercado laboral. Tras una década en el mismo sitio y con la trayectoria que había tenido, la idea de empezar desde cero se le atragantaba. Todo eran pegas. O, más bien, todo lo que veía eran pegas, por lo que comenzamos a trabajar en eso. Cambiar su manera de leer la situación fue el catalizador necesario para catapultar a Elena a los cambios que estaban por venir. Para empezar, la función que más le gustaba de cuantas asumía no requería de estudios superiores, y sí de destrezas que no son compartidas por todo el mundo: era la función comercial. Explorando sus competencias, dimos con otra capacidad que ni mencionaba y que, sin embargo, le abría muchas puertas: su nivel de inglés era muy bueno. Elena, a los dieciocho años, había emigrado dos años a Irlanda para ganarse la vida como 'au pair' aprendiendo el idioma, y en España lo seguía utilizando con ciertos clientes y proveedores. Precisamente estas interacciones constantes con profesionales le habían permitido hacerse con una red de contactos en la que gozaba de buena reputación. Y no ya con una red de contactos, sino con un conocimiento de diversos sectores ajenos al suyo, el del empaquetado de productos. Elena, después de tanto tiempo, había aprendido mucho del funcionameinto de empresas de distintos ámbitos: sus puntos fuertes, sus carencias, sus demandas... Donde ella veía un muro, lo que había era multitud de puertas cuyas llaves estaban en el manejo de su bolsillo.

 

***

 

A medida que fuimos explorando opciones, la ilusión de Elena por cambiar la hizo más permeable a renunciar a ciertos privilegios que tenía entonces. Al principio no aceptaba la posibilidad de trabajar subordinada a otras personas cuando ya se había acostumbrado a un rol de liderazgo, pero de nuevo le hice ver su tendencia a fijarse en una sola cara de la moneda: privarse de un rol de responsabilidad tenía sus ventajas, como la de poder ajustar más su nivel de implicación con el trabajo, por no hablar de los dolores de cabeza que se iba a ahorrar.

 

Para terminar de convencer a Elena, se llevó a cabo una estrategia basada en la técnica de 'moldeado' del comportamiento, y que comenzó por proponerle formar a una persona para que realizara sus funciones. Le pareció muy buena idea, porque era un paso intermedio necesario en caso de emanciparse de la empresa familiar, y por lo pronto le servía para tener un sustituto en caso de enfermar. Cuando Guillermo, su aplicado discípulo, empezó a funcionar, Elena probó a delegar responsabilidades en él, y a partir de ahí se le abrieron los cielos: "No sólo me he asegurado un relevo de garantías con Guillermo, sino que además me he dado cuenta de lo bien que se vive sin estar pendiente de ciertas cosas, ¡ya ni me acordaba de lo que era esto!". Es decir, se le propuso primero algo a lo que sí estaba dispuesta, y a partir de ahí las sucesivas ventajas que experimentó fueron 'moldeando' sus pasos hacia el cambio.

 

Como habrás podido intuir, el trabajo con Elena no consistió en llevarla de la mano a ningún sitio ni persuadirla para tomar decisiones con las que no estuviese conforme. El rol del psicólogo se limita a presentar las posibles consecuencias de tomar uno u otro rumbo, cosa que se infiere a partir de lo evaluado en la persona, pero es ésta la que libremente decide. Lo que sí hubo que cambiar en Elena fue su tendencia a anticipar escenarios desastrosos.

 

- A modo de resumen...

 

- Cuando se avecinan cambios en tu vida, mirar para otro lado no servirá para impedir lo inevitable: afróntalo, estudia tus opciones y cuenta con que los temores del principio se irán disipando a medida que avances.

 

- Hay ciertos cambios que no van a venir solos, sino en la medida en que tú des el paso. Cuando sientas que necesitas abordar uno, revisa qué es exactamente lo que te impide tomar la iniciativa.

 

- Si es el medio lo que te inhibe a la hora de cambiar cosas en tu vida, examina bien tus temores, pues podrían no estar tan justificados como piensas.

 

(Ángel Peralbo, coordinador)